jueves, 14 de junio de 2012

Fluorenscencias en la dimensión azul



"Venus y la mar psicodélica"



Se detuvo a recordar el ocaso anterior en que había permanecido con el alma absorta ante aquella porción del amor. Había sido ello tan sublime que, ayudado por su quietud, la psicodelia austral de la mar de fondo quedaba ajena a esa dimensión.
Fue el fenómeno más imponente que la naturaleza, y su naturaleza, le habían querido mostrar hasta entonces, e incluso algo así era como lo había imaginado. También era su anhelo y sabía que no estaba muy distante, de hecho con sólo dejar de pensarlo ya lo hacía presente y en él la psicodelia era más propia que nada en su vida.
Ella lo trajo de regreso, - “¿en qué pensás?”. En verdad soportaba poco los silencios. Su vida aturdida por la lujuria ególatra de ciudad hacía ello casi inevitable, aun cuando estuviera tan lejos de los rumores. A su vez, sentía cierto resquemor de que no fuese en ella, o que fuese por demás en ella. Nada parecía lógico en sus pensamientos, Reina de la incoherencia, su cabeza era un baúl con juegos de azar desordenados, a los que le gustaba ganar, e ideas raras, a las que se aferraba y soltaba con la misma facilidad.
Por su parte, a él no le gustaba responder y aunque entendiera con claridad qué era realmente aquello en lo que pensaba, sabía que cualquier respuesta podría causar hasta la más impredecible reacción. Sin embargo, se había enamorado de todo eso pues nadie había coqueteado su lucidez combinando con tal elegante pasión el glamour del vestuario y la colorida desfachatez, la inmadurez para el compromiso y la pulsión sexual.
Era tan inquieta como la marea que mojaba sus pies empujada por el soplo húmedo del caribe sur y esa electrizante velocidad obligaba a que él se esmerara para seguir la cadencia de sus besos, a los que casi siempre corría de atrás, porque aun pudiendo tomar la iniciativa, le fascinaba dejarse llevar.
Fue así que ella apartó la sensibilidad de su lengua del labio superior de aquél y acariciándole los cabellos con la mano izquierda, buscó su alma y comenzó a cantar - “tiempo de cambio, de lluvia, de sol, tiempo de hacer amor”. Él no pudo resistir el coqueteo de esos ojos miel (ella tenía una sorprendente habilidad para sostener la mirada) y sin más se dejó vencer por las ganas de saciar la sed de su alma y desbordar hasta embriagarla del néctar de sensualidad que la colmena del corazón de ella guardaba. Nunca antes su mente se había rendido tan fácilmente, nunca antes su imaginación se había declarado en huelga por conveniencia, nunca antes su corazón se había agitado tanto.
Suavemente deslizaron sus mejillas rozándolas, sus labios caían húmedos y en cámara lenta a los laterales de sus cuellos, sus extremos buscaron todos sus rincones hasta enredarse por completo, no cabía entre ellos ni una gota más de locura. Sus corazones se buscaban como imanes a pesar de quedar opuestos y retumbaban en sus pechos como pidiendo a gritos encontrarse. El último resquicio sensorial fue sentirse respirar mutuamente desde lo más hondo de sus sensibilidades, como si lo ajeno fuese tan propio como sus deseos. El resto fue viaje… Todo se volvió surreal, como si fuesen caricaturas atrapadas en el sueño de un Dios presumido: el cielo eligió despintarse, la tarde se hizo azul, el mar ahora era éter y el sol, humillado por el fulgor de la Venus, renunció su dignidad y se hundió en el vacío existencial de aquel horizonte solitario para ser una estrella más que idolatrara la divinidad.
Ella no quiso despedirse, odiaba verlo partir. Le había manifestado que entre la bruma de su alma sólo él era capaz de encender las luces que la estimulaban y que adoraba tanto ello que le gustaba jugar a descifrarlas. Se estaba volviendo vulnerable y sabía que con esa actitud difícilmente sobreviviera a la ciudad.
Y él, aunque había visto frustrar el capricho de que sus cuerpos se dijeran adiós, regresó pensando que esperar siete años para volverla a tener no era más de lo que le exigía su obsesión. Aun así, no paraba de convencerse que aunque adoraba la distorsión de ciudad, babylonia sin ella no tenía razón de ser.

"Venus" de Jesús Anibal Madrigal Trujillo.


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