"La rubia del cuento ridículo"
Volvía de una parada técnica a pura paranoia reality show, vendiendo
fuera de foco por zoom y acompañado de esa música que lejos estaba de
estimular vacilación. Pero no era casualidad, nunca lo era; así lo había planeado, siempre planeaba.
El dealer de ilusiones mezclaba todavía latino y, a ese
ritmo, calculaba llegar en cero a la pista, sin haber desperdiciado ni un cachengue
veraniego.
Poco dejaba librado a la imaginación, aunque ya todo ello no
fuera más que gracias a su destreza; igualmente, siempre confiaba en que esa
parte de aquélla que quedaba inconscientemente fuera de su control, apareciera
cuando más la necesitara, para hacer historia.
Repentinamente la rigidez del retorno fue sacudida: de una
órbita de chulas tan estelares como lunáticas, la segunda rubia más linda según
su cosmodimensión de disco, como posteriormente la describiera,
le arrebató la mano con que desfachataba el pliegue de sus ropas y luego de espiarle
su despeinado, lo arrancó a bailar una coreo bizarra. Un combo de giros
inducidos a psicodélica velocidad, hasta desorbitar en carcajada cómplice. Si
tres es mareo, cuatro es un exagero.
A su experiencia no le resultó difícil decodificar de qué
iba la movida. Así fue que luego de la última rotación, que no escapó al sincompás de las anteriores, e impulsado por un remix que barajaba un abanico de recursos,
entendió que ya estaba en juego y debía dejar todo: copar la ronda, relajar la
pelvis y no parar de hablar.
Su instinto de batalla le
propuso un accesorio que maquinó su imaginación (siempre fue de los que creen que la diferencia está en los detalles), sin embargo, el segundo susurro
al oído murió ahogado en miel.
La rubia comenzó a apagarse, impuso distancia, pegó media vuelta, buscó sociedad en el único intruso y para no aletargar su ego, continuó sacudiéndose tosca y descoordinadamente, un tanto nerviosa, otro tanto apurada, como casi toda la noche, como casi toda su vida.
La rubia comenzó a apagarse, impuso distancia, pegó media vuelta, buscó sociedad en el único intruso y para no aletargar su ego, continuó sacudiéndose tosca y descoordinadamente, un tanto nerviosa, otro tanto apurada, como casi toda la noche, como casi toda su vida.
Él se resignó humildemente a quedar fuera de lugar, ¿qué más
podía hacer?, era parte del riesgo de atacar, así mandan las reglas en las que
disfruta jugar; su fe es voluntad de esta vida, que desde siempre le debe un
batacazo.
Pasado lo ridículo, remaquilló su ficticia mirada y se alejó de la frustración
que primeramente no había optado discutir.
Jamás renunció al personaje, un traficante de humo, manejó su infiltración como un
campeón y ni la noche lo resintió, todo lo contrario, activó su performance pistera,
de la que presumía daba qué hablar, cautivando con destreza nuevas fans. Tampoco renunció a sus ideas, un
absurdo, así como lo excitaba suponer, era tan vulgar delirando con que su
obsesión sincrónica estética lo estimulaba a vomitar timidez.
Avanzaba la madrugada y huía la oscuridad horizonte atrás del ventanal al mar, atormentada
de pudor y anestesiada por el frenesí, cuando en la fría claridad de la barra él
se movilizó de lucidez y sintió ganas de atreverse. Las mismas ganas que ella transpiraba
para calmar su histeria social.
No es que le fuera a cambiar su forma de entender la vida,
ni mucho menos que podría empezar a cambiar la que tienen los demás, tampoco le
representaba un desafío personal, ni creía que el ridículo habilitaba venganza,
siquiera una revancha moral.
Quizás no era capaz de comprender qué lo movía,
que lo movía el corazón; tal vez no sabía qué buscaba, aunque sabía que solamente
por eso lo iba a encontrar.
Vio a la rubia próxima y vulnerable, distraída sin saber,
distraída desde nacer; con convicción emocional se le acercó y cuidadosamente, pues no
quería empeorar la primera impresión, aunque no hubiera calificado como tal, le
recitó todo un protocolo al que había dado más vueltas en su cabeza que a los
cuba libre. Quería demostrarle que era inofensivo y asegurarse que la inconmovible
burocracia comunicacional femenina lo dejaría hablar hasta el final.
Así fue que,
una vez acabado el preludio y antes que ella llegara siquiera a esbozar una
mueca de asentimiento a su pedido, que a esas alturas ya garpaba más que un
trago, él entendió que su vacilación era un pie más que justificable
para empezar a exponer.
Algo así le gritó: ‘Quizás vos no te acuerdes, soy a quien agarraste e hiciste dar una par de vueltas dentro de tu grupo de amigas, bah, un
par no, ¡miles!. Cuando te comencé a hablar me despachaste medio burlonamente delante
de ellas y te quedaste bailando con otro’; respiró apurado (sabía que era clave
no dejar de hablar) y arremetió ‘bueno, nada más quería decirte, porque por ahí
no lo ves así, que eso que pasó no está bueno … a ver, imaginalo al revés’ (y
pensó en voz alta) ‘sos una princesa, de esas de los cuentos, y posta que lo sos’
(ya lo estaba disfrutando, se sentía confiado, hasta le sobraba para
cancherear) ‘y te estás por casar con el caballero más valiente y fuerte, pero resulta
que imprevista y egoístamente se borra y te deja ahí paradita sola, de cara al murmullo
popular, con el orgullo aturdido y el autoestima por el suelo porque la
humillación no te deja levantar la cabeza, ¿serías capaz de soportarlo? ¿lo
podrías superar? Seguramente, cuando des media vuelta y quieras escaparte corriendo de la incomodidad, te sientas la mina más ridícula, humillada e infeliz del mundo’.
Hizo una pausa, tenía que darle un remate, su lógica le mostraba
dos alternativas. Prosiguió: ‘En fin, seguramente nunca lo pensaste así, ni siquiera
tenés por qué. Yo tampoco sé exactamente bien qué hago acá y ahora diciéndote todo esto.
Además, no me parece que las conclusiones estén de moda, en todo caso, no tendría
onda, ¡y eso sí que no estaría bien! Pero por ahí está bueno verse con los ojos del
otro para saber qué tanta onda realmente tenemos. Bueno, solamente eso... todo bien,
aunque en verdad no esté todo tan bien’.
Ella, que había bajado su mirada desde que él había comenzado a
recitar, como en busca de una abstracción sensorial que dimensionara su inconsciente
en la experiencia, levantó sus pupilas hasta apuntarle las mejillas y a las
palabras que había renunciado pensar las sumergió violentamente en el promiscuo jugo que de la fricción de sus labios y la cadencia de sus lenguas despilfarraban. Una
sinapsis insaciable de intimidad de comisura a comisura que casi que le desnuda
el corazón. Nada más alejado a su artificial histeria de fin de semana, cebada
de energizantes unisensoriales.
Fue la imagen más real que jamás haya querido ver
en una disco.
