Por El Estilo - Martin Caparros.
Esto no es un libro de estilo. Por no
ser, no es siquiera una libreta de estilo; sólo se trata de proponer ciertas normas de estructura y escritura que unifiquen los
criterios de redacción de Crítica.
Pero, antes, una reivindicación vibrante
sentida entrañable inverecunda: nada nos importa tanto como construir textos
que produzcan placer, asombro, risa, indignación, ganas, respeto, envidia,
malhumor –o algo. De últimas, eso es lo que hacemos: captar la atención
de nuestro lector y producirle algo con cada texto que escribimos. Si no queremos o
podemos, todo bien: hay tantas profesiones honestas en el mundo.
Pero si sí, nuestra
herramienta central es la escritura. Un buen texto periodístico puede estar
hecho de megagigas de conocimientos previos, horas y horas de búsquedas y
charlas, descubrimientos increíbles, esperas infinitas, análisis sesudísimos,
revelaciones súbitas, pero nada de eso sirve para nada si no está bien contado.
Está claro que queremos escribir
lo más claro posible. La belleza no
consiste en complicar al pedo: eso sería, más bien, el kitsch del jarrón de
porcelana y flores falsas. Pero sabemos que hay cuestiones complejas que no son
reductibles a la simplificación –y no queremos simplificar lo complejo sino
contarlo, analizarlo, explicarlo.
Lo que sí queremos es no complicar lo
simple.
Y sabemos también –debemos saber,
convencernos– que nuestros lectores no son tontos: son, por el contrario, gente muuuuy
inteligente y, por eso, ponernos a su altura merece todo nuestro esfuerzo.
(…)
Qué contar.
Lo primero es descubrir qué se quiere
contar y cómo. Parece obvio, y sin embargo. Es cierto aquello de que no hay malos temas sino malos periodistas,
pero un buen tema ayuda tanto. Y, sobre todo, saber cómo encararlo. Entender lo
que se va a contar. Dilucidar dónde está el corazón de la cosa. Preguntarme qué
quiero que entienda o se pregunte el lector después de leerme. Qué va a hacer
que valga la pena, qué lo va a hacer distinto de lo que se cuenta cientos de
miles de veces en todo tipo de medios. Si algo me llama la atención
especialmente, tengo que confiar en que eso va a llamarle la atención a los
demás:
confiar en ese entusiasmo por las cosas que me sorprenden o interpelan, y
centrarme en ellas. (…)
Estructura
de los textos.
La lectura o no lectura de una nota, en
general, se juega en el primer párrafo: la cabeza. Ahí es cuando se capta o no se capta la
atención del lector. Para eso hay estrategias variadas: la concentración de
información que solían llamar pirámide gay, el relato de una situación o
anécdota interesante, el atractivo de un dato sorprendente, el establecimiento
de un enigma a resolver y tantas más. (…)
Las opciones son varias, y se puede
elegir; lo que no se puede, de ningún modo, es
aburrir, banalizar, darle al lector la sensación de que va a leer un informe
burocrático sobre lo que ya sabe o no quiere saber.
Encontrar esa cabeza es el foco del
periodista cuando se sienta ante su máquina. Un buen truco consiste en pensar
qué le contaríamos a un amigo imaginario, mujer, marido, concubinos diversos a
la vuelta de un viaje o una noche agitada. Qué nos impresionó más, qué nos
llamó más la atención: qué puede llamarle la atención al interlocutor, como
para que no deje de escuchar.
A partir de allí, la receta es tan simple
que muy pocos la usan: desplegar información, datos y más datos,
procurar que cada párrafo tenga por lo menos uno. Por supuesto que los datos no
son sólo números y declaraciones; la camisa a rayitas de un ministro puede
serlo, su mueca, el cuadro de detrás, el recuerdo de lo que dijo hace dos
meses, tantas cosas, si ayudan a entender lo que se está contando.
Y, al final, bandera roja de remate. Los
textos no se desvanecen; acaban, culminan en un remate digno. Remate no
significa moraleja, consejo, editorial sedicente o solapada, sino un dato que
funcione como síntesis, paradoja, puesta en cuestión, chanchán.
Editoriales
sedicentes.
Las notas no son banquitos: no deben usarse
para subirse encima, levantar el dedo y decir sho opino que. (…)
Personas.
Muchos de ustedes saben –o por lo menos
han oído comentar– que el verbo en castellano admite tres personas –y otras
tres en plural, que ahora no nos interesan. La segunda tampoco es asunto
nuestro: son contadas las notas que alguien alguna vez escribió en segunda
persona. Se va la segunda.
La más habitual, por supuesto, es la tercera: si no media una
razón muy poderosa, las notas de este diario se escriben en tercera persona.
Hay, sin embargo, de tanto en tanto, historias que
justifican el uso de la primera: situaciones en que la presencia del cronista –sus
experiencias, sus observaciones– forma parte de lo que queremos contar. Hay que
dosificar muchísimo este uso. Y aún así, cuando corresponda, importa cuidar la
diferencia fundamental entre escribir en primera persona y escribir sobre la
primera persona. El cronista, aun
cuando dice yo, tiene que centrarse siempre en lo que cuenta. Que un fulano haya estado en tal lugar nos importa un
carajo si no sirve para contarnos mejor lo que pasaba.
Unas
palabras.
–Escribir es, contra todo lo que se pueda
pensar, un ejercicio muy simple: consiste en elegir palabras. Ni mucho más ni
mucho menos: ELEGIR palabras.
Cuanto más sepamos por qué elegimos cada
palabra, mejor vamos a escribir, decía Perogrullo, y escribía cualquier
paparruchada.
Es triste –es tan triste– ver cómo tantas
veces tanta gente escribe lo que no quería escribir: cuando usa una palabra que
no dice lo que quería decir sino otra cosa. Hay que tratar de dominar a las
palabras, para no dejarse dominar por ellas. Saber qué es lo que uno dice
cuando dice: escribir.
–En los textos periodísticos abundan lo
que alguien llamó las “segundas palabras”, o sea: esos
exabruptos que aparecen cuando el periodista piensa hospital y escribe nosocomio,
piensa llegó y escribe arribó, piensa entró y escribe ingresó, piensa después y
escribe luego, piensa policía y escribe servidor del orden, piensa calle y
escribe vía pública, piensa termómetro y escribe columna mercurial y así de
seguido o sucesivamente. (Nos dirán que este párrafo es falaz: describe a un
periodista que piensa como doce veces; es sólo una hipótesis).
Esas segundas palabras –o lugares
comunes, muy comunes– llegan a la jerigonza de prensa por contagio: suelen
venir de jergas policiales, políticas, deportivas. Pero un texto periodístico
no es un campeonato de sinonimia, y en general las segundas palabras son mucho
más imprecisas, feas y berretas que las primeras. Así que, salvo error u
omisión: ¡usen las primeras palabras, que tan bien dicen lo que dicen!
Una variante particularmente insidiosa de
las segundas palabras son los eufemismos. Duro con ellos:
la guerra de Irak es guerra y no conflicto. Si hay torturas no es abuso. Un
reajuste o reestructuración de tarifas suele ser un aumento.
Otra son las
siamesas. Hay palabras que se siamesaron y formaron monstruitos antipáticos:
la atención ya no puede ser llamada poderosamente, los admiradores no son más
fervientes, el dramatismo hondo, las lloviznas pertinaces. Empuñen, sin
temblor, el bisturí: para reinar, dividan.
–Mientras no se demuestre lo contrario, el lugar de los
adjetivos está después de los sustantivos. Los adjetivos están muy cómodos detrás,
soplando nucas: la estructura con que pensamos nuestro idioma tiende a situar
primero el sustantivo y después adjetivarlo –a diferencia, por ejemplo, del
inglés. En el castellano corriente el adjetivo antepuesto es un signo de la
misma supuesta belleza mersokitsch donde militan las segundas palabras: aquel
bello jarrón y sus violetas flores.
Los adjetivos, además, deben mezquinarse.
Son
como la merca, un suponer: un pase de vez en cuando te puede poner en órbita,
pero si no parás vas a necesitar cada vez más para producir algún efecto. Así,
los adjetivos: para que sirvan, para que adjetiven, no deben ser una costumbre
sino un sacudón que aparece cada tanto. Caso extremo: dos o más adjetivos sobre
un solo sustantivo lo destruyen –y destruyen, en general, al periodista que los
arroja cual confetti viejo.
–Los verbos tienen tiempos y los tiempos son
tiranos. No al libertinaje: cuando uno empieza a escribir en un tiempo debe
sostenerlo a lo largo del texto. Puestos a elegir, el pasado suele ser el más
útil, manejable, creíble.
Conviene –conviene es poco– evitar los
verbos en infinitivo y utilizar siempre que sea posible las conjugaciones. Nada
lleva adelante una narración tanto como el verbo. Verbos simples, directos,
decididos. El verbo es la forma de describir una acción. Y, para no ir contra
su esencia, quedan mucho mejor cuando se los usa en activa. La naturaleza del
verbo es la voz activa. La pasiva, en cambio, es un bar clásico de la avenida
18 de Julio, Montevideo, Uruguay, vamos con los franfruter.
Y, por si no lo notaron: los gerundios huelen a podrido.
Todos son feos, sucios, malos, pero algunos son venenosos: nos referimos a esta
noble adición –¿adicción?– reciente a nuestro idioma consistente en utilizar el
gerundio anglo para decir –y creerse que uno es muy fashion o muy corporativo o
muy moderno– “las clases van a estar empezando el 2 de marzo”. Los que vayan a
estar usando semejante adefesio van a estar escribiendo la lista de las compras
mucho antes de lo que pueden estar imaginando. Así de mal.
–El sujeto y el verbo se necesitan como
el sol y su luz, la perra y su baba, este diario y ustedes, la demagogia y yo
–o lo que sea. No hay nada más letal para esa relación que intercalarles una
coma.
Las comas son la segunda causa de muerte en accidente laboral periodístico pero,
aún así, queridos desairados: las comas no sirven para respirar, sino para
darle estructura a una frase.
La coma es un signo ortográfico que
organiza el sentido de una oración. Así como con el punto termino una
exposición y empiezo otra, la coma sirve para que dentro de una idea haya un
sector separado del otro: lo que aparece entre comas, por ejemplo, es una
enunciación de otro nivel. Por eso, si uno pone una coma al empezar ese sector
debe poner otra cuando el sector termina, para indicar que ha vuelto a la idea
principal. En tal caso, uno debe poder sacar la frase que ha quedado encerrada
entre comas y la frase principal debe conservar su sentido, su sujeto, su
predicado. La coma también sirve para acumular unidades de una enumeración: los
perros, los gatos, los periodistas, los sillones. O para separar un complemento
de tiempo, de lugar, de causa, de modo: en aquellos días, algunos escribían en
castellano. Hay más posibilidades, que no vamos a agotar. Pero una coma mal puesta,
queda dicho, es arma muy nociva para todos y, más que nada, un búmerang fatal.
Así que, en caso de duda, por favor abstenerse.
La coma abunda silvestre; el punto y coma, en cambio, tan
útil, es animal raro. El punto y coma, como su nombre podría indicar, es poco
más que una coma y poco menos que un punto. Cuando se quiere separar dos ideas,
pero no tanto como para decir aquí termina una enunciación y empieza
decididamente otra, se puede usar el punto y coma. En periodismo no se usa casi
nunca. Ha sido reemplazado por el punto: seguimos resignando posibilidades,
activos trabajosamente adquiridos a lo largo de siglos, rematando las joyas de
la abuela.
Y los nunca bien ponderados dos puntos: un modo tan
gauchito de establecer una sucesión causal –u otras– sin tener que hundirse en
chucruts tales como “por lo tanto”, “en consecuencia” y tantos más que
la pluma repele.
Los tres puntos, en cambio, como ha quedado claro en
simposio reciente, son caca de la vaca: sono fuori.(…)
Otro principio triste es el
académico-forense: uno que te dice ésta es la historia del perro que mordió al
futbolista, y después te cuenta la historia del perro que mordió al futbolista.
Sí, papá, ya me lo habías dicho. En principio, en los principios, no hay
que enunciar lo que se va a hacer sino hacerlo. Y lo mismo en cualquier otro lado.(...)
Por otro lado: el castellano
ofrece unas 100.000 palabras. Se sospecha que un argentino medio sólo
módicamente analfabeto usa, en promedio, entre dos y tres mil. O sea: hay
muchas. (…)
–Pero, más en general, cuando uno relee
su nota –quizás la primera, o la segunda, o la tercera vez que relee, porque releer lo propio
es una práctica casi tan útil como leer lo ajeno–, encuentra que ha incluido materia
innecesaria. Es el momento de eliminar las adiposidades: liposucción de las palabras. La aspiración
máxima es que todo lo que haya en el texto sea necesario: descartar lo
superfluo, lo que no quiere decir necesariamente ser seco ni austero ni
antipático ni malaonda. Sólo preciso, sólo capaz de elegir y dominar las
palabras usadas y de contar lo que vale la pena de ser contado.
En esa relectura, ya que estamos, canten:
¿suena bien lo que acaban de escribir? Más allá de los
significados, un texto también es un conjunto de sonidos. Leerlo, oírlo,
repetirlo, ver qué suena mejor. Buscar frases entonadas. Para lograr un ritmo,
un arrullo, es central ir oyendo lo que se escribe y hacer pequeños ajustes que
permitan que cada frase fluya. Eliminar esos ruidos que parecen tonterías pero
marcan diferencia. Hacer que el texto cante, aunque sea bajito, desfinado, mal,
duchado pero cante.
–El mundo está lleno de palabras mal
usadas, pero qué bello sería que Crítica no rebosara de ellas. Esperamos que
esta lista se expanda con sus amables colaboraciones. De mientras, algunos
ejemplos:
Primer tiene femenino. Aunque no lo crean, aunque imaginen que
son todas de segunda, las mujeres también pueden ser primeras. Así que no
existe la primer vez, existe la primera vez –y así sucesivamente. O sea: el
femenino de primer no es primer sino primera.
No es tan fácil esperar por. Se puede esperar por boludo, por
quedado, por optimista, por tantas razones, pero en cada uno de esos casos el
esperador espera a o simplemente espera. Si espera a una persona espera a; si
espera una cosa espera. Pero no por, por favor.
Si no saben si sino se escribe sino o si no, siempre pueden ir y preguntar. Por ahora: si no es sino de destino, si
no quiere decir que no tienen que escribir eso sino esto, sino se escribe si
no. Y si no, sino. Más claro, agua, vecino.
El castellano rebosa de adverbios de cantidad:
mucho, más, menos, poco, bastante, demasiado, muy, mucho, apenas, casi, algo,
nada, entre otros. “Fuerte” no es uno de ellos, por más que Clarín parezca
creerlo y lo haya convertido en su gran aporte al idioma de los argentinos. Si
quieren, usenlo: sepan que estarán mimando a uno de los diarios peor escritos
de la lengua.
Cuando
alguien dice, dice. No confiesa, revela, asegura, repite, define,
declara, subraya, etcétera etcétera. Confesar, revelar, asegurar, repetir,
definir, declarar, subrayar etcétera etcétera son acciones muy precisas,
distintas entre sí y distintas de decir, y hay que guardar esos verbos para
cuando eso es lo que el personaje hace. Cuando no hace nada de eso, cuando
dice, dice, y nosotros somos valientes y, sin miedo, decimos que dice –y que al
que no le guste tururú y que se anote en aquel torneo de sinonimia, a ver cómo
le va.
Y así hasta el infinito, o un poco más
acá, que tampoco es tan cerca.